Vivimos una época donde las coordenadas ideológicas tradicionales se han disuelto hasta volverse vestigios. Ya no son brújulas para la praxis, sino residuos semánticos atrapados en discursos de museo. Las palabras “izquierda” y “derecha” sobreviven, sí, pero vaciadas de tensión histórica, de capacidad para organizar el conflicto. La política se ha vuelto, en gran medida, una administración sin dirección, una coreografía de gestos repetidos que simulan un sentido que ya no existe.

Y, sin embargo, ese vacío también puede ser punto de partida. No para retornar a los viejos rituales, sino para proyectar una ruptura que nos libere del anacronismo. Una profesionalización de la política no como burocracia tecnocrática, sino como elevación del oficio militante a una forma estratégica de existencia. Hay que pensar la política no como entusiasmo circunstancial, sino como construcción estructural de pensamiento, de poder, de verdad.

La militancia ha sido, durante décadas, un refugio afectivo, un espacio de identificación, una forma de canalizar los ideales. Pero ya no alcanza con el fervor. La emotividad sin teoría es apenas una llama fugaz. Necesitamos cuadros, cinco por cada categoría vital de análisis: económico, sociológico, jurídico, comunicacional y filosófico-político. No se trata de replicar carreras universitarias, ni de formar expertos enciclopedistas, sino de forjar sujetos capaces de intervenir con lucidez en los procesos históricos.

Hacia una organización profesional

En economía, cuadros que comprendan no solo los flujos y balances, sino los dispositivos de acumulación y las formas invisibles del dominio. En sociología, lectores del malestar social, de las formas emergentes de exclusión, de las nuevas identidades y fracturas. En derecho, intérpretes de la arquitectura institucional que sepan detectar el uso del orden jurídico como herramienta de conservación de privilegios. En comunicación, constructores de narrativa, capaces de disputar el sentido en el terreno de lo simbólico, donde ya no se juega solo la opinión, sino la subjetividad. Y en el núcleo, el cuadro filosófico-político: el que sintetiza, el que nombra lo innombrado, el que construye categorías para que los otros puedan ver. Porque sin categoría, no hay política posible. Y sin política, no hay emancipación.

Estos cuadros no son decorado, son el corazón de una estrategia que debe aspirar, sin complejos, a consolidar poder de masas. Poder que no es solamente número, sino dirección. Coherencia entre lo que se dice y lo que se hace. Capacidad de despertar esperanza en los sectores históricamente excluidos —los desposeídos—, pero también en esa clase media urbana arrasada por décadas de cinismo, ajuste y simulacro. Hay que volver a hablarles, hay que construir un lenguaje que no repita, sino que cree.

Y en ese lenguaje, ciertas palabras deben desaparecer. El “ajuste” debe ser desterrado del vocabulario político. No por negación de la realidad material, sino porque su connotación está asociada a una experiencia social de decadencia. Ya no se lo entiende como mecanismo económico, sino como sentencia cultural. Decir ajuste es decir pérdida, es decir castigo. La política no puede articularse en torno a un léxico de amputación. El lenguaje es el primer campo de batalla.

Hacia una organización profesional

Construir una organización profesional exige más que planes y documentos, requiere una hoja de ruta vital, silenciosa y persistente; pensar una organización que nos supere, que sobreviva a nuestras biografías, que sea más fuerte que nuestras subjetividades efímeras, que no esté atrapada en los reflejos narcisistas de la era digital, ni en las formas ritualizadas de la militancia ochentista. Una organización que crezca en densidad, en estrategia, en capacidad de permanencia, que piense en escalas de tiempo largas, que sepa que el poder no se hereda, se construye. Y que no todo el que camina en la misma dirección, camina con el mismo fin.

En esa tarea, habrá que decirlo sin rodeos, quedarán al costado los cómodos, los retóricos, los desvariados. La profesionalización es un filtro ético. No se trata de sumar por sumar, sino de forjar capital humano cultivado. No boludos con banderas, sino militantes con tesis. No emoción sin lectura, sino afecto con densidad. No épica vacía, sino razón sensible. Hay que erradicar el activismo hueco que responde más al espectáculo que a la historia. La política no es una performance, es la construcción tenaz de una posibilidad colectiva.

Y sin embargo, aun con toda esta claridad, no podemos mentirnos: mi Juventud Radical no carece de actividad, sino de sentido; no de voluntad, sino de arquitectura. Se hace, sí. Se corre, se gestiona, se publica, se redacta, se opina. Pero el tiempo histórico exige algo más que ese impulso fragmentario. Todo intento es estéril si responde a la lógica cómoda de la acción sin consecuencia, del gesto que no se articula con una estructura, del esfuerzo individual que no se injerta en una totalidad orgánica. Hemos multiplicado las prácticas, pero no hemos construido una gramática común. Y donde no hay sintaxis, no hay pensamiento. Donde no hay teoría, no hay potencia.

Nuestra carencia más profunda no es la de recursos, ni siquiera la de vocación, sino la ausencia de una forma. No hay conjunción, ni latido común. Nos convertimos en espejos rotos de un pasado que ya no entendemos y de un futuro que aún no aprendimos a formular. Hemos sido derrotados por el ruido de las pequeñas acciones desvinculadas, por la estética del activismo sin contenido, por la lógica del “como sea” en lugar del “por qué”. Nos habita el vértigo de hacer sin saber para qué.

Hacia una organización profesional

La comodidad -ese opio silencioso de toda militancia- se ha instalado con ropajes de hiperactividad. Nos creemos convocados por una épica, pero muchas veces no somos más que piezas móviles de un mecanismo sin dirección. No hay peor forma de decadencia que aquella que simula vitalidad. No hay mayor tristeza que la del movimiento sin dialéctica. Y eso somos hoy, a veces: la melancolía de una política que corre sin llegar, que dice sin nombrar, que hace sin transformar.

La organización profesional que necesitamos no es un decorado ni una consigna de ocasión. Es una exigencia histórica que demanda una ruptura con nuestras propias formas de hacer. Un salto de conciencia, una decisión ética. Y también una renuncia: porque habrá que dejar atrás el ritual de la pertenencia vacía, la falsa centralidad del yo, la práctica sin marco, la bandera sin tesis.

Aspiro a que no nos quedemos custodiando un templo vacío. Deseo que imaginemos una arquitectura viva de ideas, a forjar una comunidad que piense con audacia y actúe con conciencia.

Espero que lleguemos  -sin apuro, pero sin descanso- a construir el porvenir.

Por Alejo Ríos (@larunflaradical)