Es el invierno de 2002, y mi memoria, como la de todo niño, guarda la escena con una nitidez que no pertenece a la realidad sino al mito. Vivíamos en Once, un barrio sitiado por la crisis. Los comercios cerraban como si un viento invisible, pero implacable, barriera las persianas hacia abajo. El “Banco Patricios”, en la misma cuadra, había desaparecido con los ahorros de mucha de gente, arrastrado por el cataclismo económico; los locales de enfrente permanecían vacíos, con vidrios empañados de polvo. Sólo sobrevivía —como un vestigio inexplicable de otro tiempo— la sede del sindicato de telefónicos, que años después mutaría en un paseo de compras bullicioso, ajeno a la desolación que yo conocí.

Caminábamos con mi padre hacia la hoy extinta sucursal de la pizzería Banchero de la avenida Pueyrredón. Íbamos a buscar unas pizzas para compartir con mi madre, nuestros vecinos Pepe y Charito, y la madre de esta última, la abuela Lusi. Al doblar la esquina, vi a un hombre durmiendo sobre cartones. Mi padre lo saludó con la naturalidad de quien reconoce una presencia cotidiana y me sorprendió mucho. Luego de comprar la cena, al regresar, le dejamos dos porciones. Años más tarde supe que lo llamaban “Chaco” y que mis padres lo ayudarían hasta el final de sus días.

Esa imagen se cierra allí. Lo que vino después, en el tiempo histórico, fue otra sucesión de inviernos y veranos que no modificaron la condición de millones: sobrevivir en los márgenes, ajustarse a lo imposible.

Hoy, el presente se describe con cifras que, aunque se enuncien con voz neutra, son actos de violencia simbólica. La desocupación alcanzó en el primer trimestre de 2025 el 7,9 %, la más alta en casi cuatro años. La pobreza, que llegó al 52,9 % en 2024, descendió al 38,1 % por una combinación de freno inflacionario y derrumbe del consumo. La indigencia, todavía en 8,2 %, es un dato que la retórica oficial parece tolerar como si se tratara de un mal menor.

Más de la mitad de los niños argentinos son pobres —51,9 %— y uno de cada diez no accede a la cantidad mínima de calorías diarias. En hogares donde el jefe de familia no terminó la primaria, la pobreza infantil supera el 80 %. Son cifras que no deberían ser toleradas por una nación que pretende llamarse civilizada, y sin embargo son presentadas con el tono burocrático de quien enumera el inventario de un depósito.

Desde hace un cuarto de siglo no hemos logrado un acuerdo nacional que conjugue equilibrio fiscal con redistribución sostenida. En su lugar, se nos ofrecen sucesivos experimentos que exaltan la ortodoxia contable como virtud suprema, sin reparar en que el ajuste sobre cuerpos exhaustos no es aritmética: es crueldad. El actual gobierno ha elevado esa doctrina a la categoría de credo, celebrando la amputación del gasto público como si se tratara de una gesta moral, y no de una operación que condena a millones a la intemperie social.

La ausencia de conducción real frente a los problemas estructurales —el hambre, la marginalidad, la informalidad laboral— ha convertido a la política en una administración rutinaria de la decadencia. No se trata ya de transformar la realidad, sino de monitorear su deterioro. En este marco, la desigualdad no es vista como una aberración, sino como una constante inevitable, casi natural, que hay que mantener dentro de márgenes “administrables”.

Así, la pobreza se perpetúa como un paisaje que aprendimos a habitar y lo que es peor, a justificar. La marginalidad urbana, que alguna vez fue leída como una urgencia a erradicar, hoy se incorpora como parte del orden social, con sus economías paralelas y su violencia estructural. La política, que debería ser el arte de anticipar y corregir, ha cedido ese lugar a una contabilidad fría que mide déficits y superávits sin medir la erosión de la dignidad colectiva.

En este contexto, cada recorte presupuestario, cada programa social reducido, cada plan de empleo discontinuado, es presentado como un paso hacia la “normalidad fiscal”, cuando en verdad es un pacto tácito con la degradación. Un pacto que, por acción u omisión, nos dice que este país no va a resolver el hambre de sus niños ni la marginalidad de sus adultos, pero sí va a asegurarse de que esas cifras no alteren el equilibrio de sus planillas contables.

En la concepción dominante, el ajuste no es un sacrificio compartido sino una purga selectiva. El mercado como juez, el Estado como verdugo. La retórica de la “motosierra” es precisa y obscena. No alude a un instrumento de poda, sino a un arma que no distingue tejido vivo de madera muerta.

El interrogante, entonces, se formula con la misma nitidez con que se recita una línea de un viejo poema: ¿alcanza la resistencia de las mayorías para soportar un ajuste de esta magnitud? El riesgo, más allá de las cifras, es que la respuesta llegue demasiado tarde, cuando el tejido social —ya desgarrado— no admita costura alguna.

Tal vez el mayor fracaso de nuestra dirigencia haya sido aceptar la desigualdad como si fuera parte del orden natural del mundo, un hecho tan inevitable como el paso de las estaciones. Tal vez el verdadero drama no sea la pobreza en sí, sino la renuncia a imaginar un país sin ella. Porque la decadencia, cuando se la administra demasiado tiempo, deja de ser un estado transitorio y se convierte en identidad.

Y ahí está el dilema moral que no se escribe en ningún presupuesto: un Estado puede equilibrar sus cuentas, puede reducir su déficit, puede exhibir cifras impecables ante los mercados, pero si para lograrlo acepta que millones vivan en la privación, ese orden no es estabilidad, sino barbarie con planillas prolijas.

Por Alejo Ríos (@larunflaradical)