En el escenario político actual, donde las fuerzas autodenominadas progresistas discuten banalidades y se encierran en discursos autoreferenciales, se impone una verdad contundente: le debemos al país un proyecto sensato que articule sensibilidad social con racionalidad económica. No basta la reiteración de consignas ni la administración burocrática de lo público. La sociedad exige un proyecto que recupere la capacidad de construir mayoría, organizar el conflicto y diseñar un futuro posible. Esta deuda no es solo política, es una responsabilidad moral que reclama imaginación y voluntad.

El mercado ha triunfado en una dimensión que excede la economía. Ha logrado imponerse sobre el Estado y sobre la cultura política que legitimaba lo público. Su triunfo es también simbólico y moral: ha colonizado las subjetividades, los sentidos comunes y las formas de vida, imponiendo un orden donde la lógica mercantil es el horizonte inevitable. El neoliberalismo, lejos de ser una doctrina económica, se ha transformado en la ideología del agotamiento, en un dispositivo que naturaliza la ausencia de alternativas.

Este predominio no es producto del azar ni de errores circunstanciales, sino de la descomposición profunda de las fuerzas que alguna vez pretendieron disputar la hegemonía social y política. El progresismo actual se ha vuelto funcional al orden que critica; ha renunciado a producir futuro y a ejercer conducción social real. Su discurso, atrapado en la moral de derechos y en un institucionalismo vacío de estrategia, ha perdido la capacidad de interpelar más allá de sus propios círculos. Confunde sensibilidad con política, defensa del Estado con mera administración, y responde a la ofensiva ideológica con corrección simbólica sin voluntad ni recursos para disputar hegemonía real.

El gobierno vigente no es un accidente ni un mal paso, es un experimento corporativo de desinstitucionalización. Su política sistemática demuele instituciones, desmoraliza a la sociedad y fragmenta los vínculos colectivos. Esta alianza entre fanatismo ideológico y racionalidad de mercado busca transformar al país en un enclave para la acumulación financiera y el disciplinamiento social. Se sostiene gracias a la parálisis de las fuerzas que deberían enfrentarlo y a la dispersión de los sectores populares.

Es un error pensar que la caída de este orden habilitará automáticamente un ciclo democrático y popular. La historia no se rige por automatismos ni por castigos instantáneos. La anomia actual es la forma de época; la ausencia de una síntesis superadora podría profundizar la crisis hacia una etapa aún más regresiva y autoritaria. Por ello, la única vía posible es la construcción de una convergencia democrática.

Esta convergencia debe ser un proyecto vivo, capaz de articular organización social, inserción territorial, solidez institucional y proyecto económico con claridad y voluntad transformadora. No puede surgir de la restauración de dispositivos agotados ni de coaliciones desvinculadas de la voluntad popular real. Tampoco es suficiente el activismo testimonial ni las narrativas fragmentadas. La unidad, lejos de ser una consigna vacía, debe sostenerse en una correlación concreta de fuerzas y en un programa que integre diversas dimensiones sociales y políticas.

El primer eje innegociable de esta convergencia es la recuperación de la centralidad del trabajo como principio ordenador de la vida social. El trabajo no debe concebirse como una abstracción o un símbolo, sino como garantía de dignidad, redistribución y participación política. Para ello, es imprescindible enfrentar la informalidad estructural y las formas encubiertas de explotación bajo las nuevas modalidades de precarización. El Estado debe recuperar un rol activo, no como mediador neutral ni garante del orden macroeconómico, sino como actor principal en la definición y ejecución de un régimen laboral renovado y protector.

En segundo lugar, es fundamental redefinir el rol del Estado como planificador y constructor, recuperando su capacidad de intervención directa en las palancas estratégicas de la economía. Sin soberanía sobre energía, alimentos, recursos naturales y sistema financiero, cualquier intento de justicia social está condenado al fracaso. Esta tarea requiere no solo marcos legales robustos, sino también cuadros políticos preparados para disputar en todos los niveles institucionales el control sobre estos ámbitos frente a intereses concentrados y poderosos.

El territorio constituye el tercer pilar indispensable. No hay reconstrucción social posible sin un proyecto federal real que reconozca la diversidad y desigualdad internas como factores constitutivos y que integre las economías regionales como polos de desarrollo con control comunitario. La infraestructura pública debe pensarse como un vector de articulación y cohesión regional, no como un conjunto de obras dispersas. Es necesario refundar la noción de patria desde las periferias, entendiendo el federalismo como un campo estratégico de disputa geopolítica interna.

El cuarto pilar, igualmente urgente, es la recuperación de una calidad institucional como condición básica para la transformación social. No se trata de idealizar las estructuras existentes, sino de impedir que las instituciones sigan funcionando como dispositivos colonizados por intereses corporativos y poderes fácticos. Antes, para frenar procesos populares, hacían falta golpes de Estado; hoy, esos mismos intereses se infiltran en la arquitectura democrática, manipulan organismos, condicionan decisiones judiciales, presionan desde dentro del aparato estatal o se camuflan en la sociedad civil. La convergencia democrática requiere instituciones republicanas fuertes, con legitimidad de origen y de ejercicio, capaces de resistir la cooptación y de actuar como garantes de una voluntad social colectiva. No hay transformación posible sin una infraestructura institucional sólida, que no sea rehén del poder económico ni del cálculo electoral.

La disputa por el sentido común es una dimensión crucial. Los poderes concentrados lograron construir hegemonía simbólica con discursos simples, enemigos claros y una apelación efectiva a emociones y temores colectivos. La convergencia democrática debe generar un discurso alternativo que no se limite a la jerga militante ni a la nostalgia épica, sino que conecte con el dolor social y las esperanzas populares sin caer en el marketing del sufrimiento. Esta tarea exige un pensamiento nacional crítico que combine programa económico, estrategia comunicacional y acción política sostenida.

Lo que está en juego no es una mera alternancia de proyectos ni una disputa coyuntural. Está en riesgo la existencia misma de una nación capaz de articular justicia social, participación política y soberanía popular. Si el proyecto actual fracasa y no aparece una alternativa estructural, el resultado será una descomposición mayor y una deriva autoritaria sin épica ni contención. Por el contrario, si la política recupera su vocación transformadora y se reencuentra con su capacidad de invención, podrá construir un futuro común a partir de la organización consciente y colectiva de los sectores populares.

Esta convergencia democrática es la invención estratégica que demanda nuestro tiempo. Solo desde allí la esperanza podrá dejar de ser un recuerdo para convertirse en un proyecto colectivo, real y tangible. La política sigue siendo el único territorio donde lo común puede recobrar sentido y donde las fuerzas vivas de la sociedad pueden afirmar la posibilidad de un destino compartido.

Por Alejo Ríos (@larunflaradical)