El fin de la ideología
La ideología no es un accesorio de la política, no es un ornamento retórico ni una liturgia que puede ser omitida sin consecuencias. Es, en su raíz, la arquitectura invisible que ordena lo real, una gramática del mundo, una lógica que permite nombrar aquello que consideramos justo, trazar horizontes, edificar pertenencias. Es una forma de interpretación colectiva, un código profundo que da espesor histórico a la existencia y convierte el presente en un campo de disputa simbólica. En pocas palabras, se puede decir que donde hay ideología, hay conflicto; y donde hay conflicto, hay política viva.
En nuestro presente nacional, sin embargo, se asiste a un vaciamiento. No solo de instituciones, no solo de Estado, sino de toda posibilidad de formulación ideológica. Lo que se desvanece no es una doctrina, ni una corriente, ni un partido, lo que cae es el sistema nervioso que sostenía la pretensión de transformar lo dado. La política, separada de su anclaje ideológico, se ha tornado un ejercicio ornamental. Una praxis degradada que administra lo irreformable y gestiona lo inevitable.
Desde mi punto de vista, la subordinación de los lenguajes políticos a las lógicas del mercado no es nueva, pero actualmente ha alcanzado una intensidad terminal. Las estructuras partidarias, antes albergue de formación, debate y proyección histórica, han sido absorbidas por una maquinaria electoral vacía de contenido. En vez de disputar sentidos, adaptan discursos, en vez de imaginar lo imposible, reconfiguran lo aceptable. La estructura de pensamiento fue reemplazada por la encuesta; la comunidad, por el segmento. Ya no se convoca, se segmenta. Ya no se educa, se persuade. Ya no se lucha, se gestiona.
El fenómeno es más profundo que el cansancio al que ya nos tiene acostumbrados el sistema de partidos. Lo que se está descomponiendo es el vínculo entre política y verdad. La ideología era, en su sentido más noble, una búsqueda de verdad social. Una visión conflictiva del orden, un intento de inscribir al sujeto en un relato colectivo. Su eclipse marca el pasaje de una sociedad política a una sociedad técnica. Todo se vuelve procedimiento, técnica, instrumentalidad. Los fines han sido desalojados. Solo quedan medios.
En este contexto, la figura del militante —sujeto central de la política ideológica— ha sido desplazada por la figura del operador, del gestor, del community manager, del estratega. El militante actuaba desde una ética de la convicción; el operador desde una ética del resultado. El primero construía historia, el segundo optimiza métricas. La militancia, cuando sobrevive, es tolerada como una excentricidad folclórica, no como un motor de transformación. Y donde no hay sujetos que encarnen una causa, lo que queda es la administración del vacío. Por ello, la síntesis es la siguiente: “Mientras que en los 70´ se miraba al Che como un ejemplo a seguir, hoy se mira al Mago del Kremlin como un atractivo a imitar.”.
Por su parte, el Estado mismo, antaño depositario de las aspiraciones comunes, ha sido vaciado de sentido. Ya no es el lugar de lo público, sino un campo de batalla de intereses fragmentarios. Su legitimidad, erosionada por décadas de ineficiencia deliberada, ha sido sustituida por la promesa abstracta del mercado como mecanismo de justicia. La racionalidad estatal ha sido desplazada por la lógica empresarial, la deliberación por la oferta, la solidaridad por la competencia. La política ha dejado de ser el espacio de lo común para convertirse en una selva de privatizaciones simbólicas.
En esta configuración, el pensamiento es tratado como un residuo. Un vestigio arcaico de un tiempo de utopías fallidas. Su deslegitimación no es solo discursiva, sino estructural. Se la concibe como un obstáculo para la gestión eficiente, como una traba emocional que impide la adecuación pragmática al curso de lo real. La ideología, entonces, es el enemigo invisible del orden neoliberal: su negación más radical, porque recuerda que lo real es una construcción, que lo naturalizado puede ser desmontado, que lo existente no es destino.
Pero su desaparición deja un hueco. Una especie de zumbido ensordecedor donde todo se mueve sin dirección. La sociedad se fragmenta no solo porque se empobrece, sino porque pierde el lenguaje para nombrar la fractura. La pobreza ya no es el resultado de un orden económico injusto, sino un dato. El desempleo no es un síntoma del modelo, sino un problema personal. La desigualdad no convoca a la rebelión, sino a la resignación. Lo que antes generaba conciencia, ahora produce culpa o indiferencia. Y así se consuma la neutralización: sin ideas, no hay conflicto estructural. Sin conflicto, no hay política. Sin política, no hay historia.
El resultado es una ciudadanía desfondada, sin herramientas para pensarse en colectivo. El Estado ya no es el horizonte. El partido ya no es el canal. La ideología ya no es el verbo. Lo que queda es un cuerpo social errático, saturado de información pero privado de sentido, expuesto a una constante volatilidad emocional. La histeria no es un síntoma pasajero, sino el nuevo clima estructural; y la ansiedad no es un trastorno, sino la consecuencia psíquica de habitar un tiempo sin relato.
La Argentina parece deslizarse hacia una forma nueva de oscuridad: no la de la censura, ni la del autoritarismo clásico, sino la de una democracia sin contenido, una sociedad sin articulación ideológica, una política sin imaginación.
Lo que fue crisis hoy es decadencia. Y la decadencia no es un derrumbe: es una lenta descomposición de los sentidos, una pérdida de densidad, un deterioro del deseo de futuro.
La historia no ha terminado, pero ha entrado en una pausa opaca. Nadie sabe bien qué vendrá. Pero lo que fue ya no volverá. Lo que creíamos central —la clase, el Estado, el partido, la ideología— ha sido desplazado a los márgenes. Y en ese desplazamiento, se redefine el sujeto político del porvenir.
Tal vez, todavía, en el subsuelo de las ruinas de esta sociedad, habiten residuos de una conciencia que no fue del todo abolida. Tal vez aún exista, en algún pliegue del lenguaje, la posibilidad de volver a decir “nosotros” sin ironía ni vergüenza. Pero para eso, antes, habrá que pasar por el duelo. Por la aceptación de que el pensamiento, tal como lo conocimos, ha muerto. Y que lo que nazca después solo será posible si se lo funda desde otro lugar: no ya desde la repetición, sino desde la invención.
Por Alejo Ríos (@larunflaradical)